Málaga,
4 de Marzo de 1810. Con la noticia que teníamos de que el Rey
nuestro se dirigía a esta ciudad después de haber recorrido a
caballo por los caminos mas ásperos varios pueblos, dejando en todos
ellos trazas y testimonios eternos de su ilustración y beneficencia,
hemos estado con la más viva impaciencia de ver dentro de nuestro
recinto a un Soberano cuyas prendas resuenan en boca de todos los que
ha tenido la dicha de gozar de su presencia. En fin, a las dos de la
tarde de este día hemos tenido la imponderable satisfacción de
verle entrar en esta ciudad.
Lo
corto del tiempo no ha permitido disponer un aparato para celebrar
tan feliz entrada según los afectos de fidelidad y amor que animan
estos habitantes, sin embargo se habían erigido dos arcos triunfales
de muy bello gusto, con inscripciones que expresaban el júbilo de la
ciudad por ver en su seno a un Rey tan beneficio, que ha puesto fin a
la anarquía que hasta ahora nos había oprimido.
Las
calles estaban colgadas y adornadas según lo han permitido las
facilidades de cada uno de los habitantes; la plaza principalmente
se distinguía por el primor de sus adornos, y la calle nueva estaba
entoldada de seda de varios y vistosos colores. Por toda la carrera
derramaban abundancia de flores desde los balcones al pasar S.M.; el
repique general de campanas, las repetidas salvas de toda la
artillería, y las incesantes aclamaciones de un inmenso gentío que
cubría las calles y balcones, formaban una armonía que no se podía
oír sin emoción.
Habían
salido a recibir a S.M. a más de una legua de distancia tres
diputaciones, compuesta de individuos del clero, municipalidad,
nobleza, comercio y del honrado pueblo. Una de estas depuraciones
había sido enviada ya hace días a Sevilla para ofrecer a S.M. el
homenaje de fidelidad y obediencia, y se había restituido aquí con
el desconsuelo de no haberle encontrado en aquella ciudad, Otra
segunda diputación tuvo el honor de presentar a S.M. las llaves de
la ciudad; y la tercera, compuesta de cincos individuos de los
mencionados cuerpos, cumplimentó a un digno Soberano con un
elocuente discurso, que pronunció el Sr. Francisco Xavier Asenjo,
canónigo dignidad de arcediano de Antequera de esta iglesia
catedral, presidente de la junta de gobierno de este obispado.
A
las cuatro de la tarde dio a S.M. audiencia a la municipalidad,
clero, nobleza y a un lucido y numeroso concurso de personas
distinguidas de todas clases, entré las cuales había muchos
oficiales de marina y de otros cuerpos. En un elocuente discurso que
S.M. tuvo la bondad de dirigirles, manifesté el más vivo
sentimiento de que se prolonguen los males de España por la
resistencia de Cádiz, Yo, dijo S.M., he aceptado la corona de España
con el ánimo objeto de hacer el bien de la nación española: Dios
me es testigo de esta verdad. Estoy convencidos de que mi persona es
necesario a España en las actuales circunstancias, y que de su
abandono resultaría un cúmulo de males imponderable. Constituyo mi
felicidad no en ser Rey, sino en hacer felices a los españoles; pero
es menester que todos se reúnan conmigo, y rodean mi trono para la
prosperidad y grandeza de la nación.
S.M.
expresó este pensamiento con tanta energía y sensibilidad, que todo
el concurso arrebatado de entusiasmo prorrumpió en los mas vivos y
afectuosos aplausos.
No
abrigo, continuó el Monarca, ningún resentimiento particular. Me
olvido de todo lo sucedido hasta aquí, y solo me acuerdo que todos
los españoles son mis hijos. Mi conciencia me dicta que derecho para
exigir que correspondan todos a mis afectos paternales.
Nos
es muy sensible no haber retener en la memoria un discurso tan sabio
y patético. Las sublimes ideas que S.M. inculcó han quedado
grabadas en los corazones de los que tuvieron la dicha de oírlas de
su boca; y todos salieron enternecidos, y dando gracias a la
Providencia que habernos dado un Monarca capaz de concebir tan
elevados pensamientos, y dotado de tan eminentes prendas para
ponerlos en ejecución.
Por
la noche hubo iluminación general con una magnificencia
extraordinaria, S.M. tuvo la bondad de asistir al teatro, en que se
celebró su feliz venida a esta ciudad con una la alegórica análoga
a las circunstancias. Exceden toda ponderación las aclamaciones del
numeroso y lucido concurso al presentarse S.M., durante la
representación, y cuando se retiró. Los habitantes de esta ciudad
se esmeran en demostrar con los testimonios más sinceros que siempre
han detestado la insensata conducta de aquella porción de
sediciosos fanatizados que los oprimían. Ninguna otra ciudad de
España estaba más convencida que esta, por su propia experiencia,
de la tiranía atroz de los que habían alzado con el mando; por
consiguiente deseaban con la mayor ansía verse apoyados de la fuerza
de las armas de su Soberano para sacudir un yugo tan cruel e
ignominioso. De aquí es que no puede dudarse de la sinceridad de su
jubilo, a pesar de los duros trances en que se han visto antes de
llegar a conseguir el complemento de sus vivos deseos.