LA TRIBUNA
ARISTOTELES Y LA REFORMA DE LA LEY PENITENCIARIA
Carlos Luis Martín Navarro. Delegado del sindicato CSIF en el Centro Penitenciario de Alhaurín de la Torre y Jurista.
El mundo se ha llenado de sofistas. Necesitamos urgentemente filósofos clásicos. No se asunten. No se requiere una concreta ideología, edad, sexo o condición, sólo tener principios. Todas las personas somos parecidas en lo esencial: amamos, odiamos, tenemos miedo, ansiamos la felicidad, nos equivocamos. Pero esta posición inicial se bifurca porque algunos asumen sus errores, se arrepienten y los reparan, pero otros intentan cambiar el mundo para encajar sus fallos y hacen culpables a los demás de sus actos. Estos segundos son los sofistas. Vendieron su producto con la ventaja de la humana pulsión hacia las satisfacciones inmediatas. De tanto utilizarse los atajos se acabaron aboliendo los caminos. Ya no existiría la naturaleza, por ellos, !tan listos¡, inventarían una mejor. Nada sería digno de ser conservado porque la virtud se encontraría en el continuo cambio. Tampoco sobrevivirían los valores morales absolutos, es decir, robar estaría mal si lo hacen los demás pero bien si lo hacen ellos. La verdad y la mentira serían meras convenciones sofistas los que empezaron a cobrar por sus clases de retórica.
No resulta ético, profesional ni práctico reformar una ley sin contar antes con la opinión de sus profesionales. Lo primero que tiene que cambiar es la propia institución penitenciaria. Debe superar su crisis de identidad, adoptando un autoconcepto unívoco, aclarar cuál es el bien propio de su profesión y para quién trabaja. Desde 1933, en el Congreso de Palermo, se aceptó la autonomía científica del derecho penitenciario, pero ha sido papel mojado por mor del imperialismo de la doctrina penal. El derecho penitenciario tiene que tener una parte general antes de desarrollar una parte especial. Es la única manera de contrarrestar a los sofistas con su permanente caballo de Troya: «el abolicionismo larvado de prisiones», ese que pretende desprestigiarlas para acabar con ellas poco a poco. Intentan que desfilemos al ritmo de su himno mudo: la criminología crítica o «cómo cargarse el sistema desde dentro del sistema y que parezca un accidente». La excesiva discrecionalidad es la metástasis de la que se sirven para conseguir la muerte de la justicia. Dejen de confundir la reinserción con la pronta excarcelación. Liberar a alguien es muy fácil pero hacer de él una persona libre cortando sus cadenas interiores requiere de una acción profesional combinada de educación y castigo. Es sencillo: tener empatía, tolerancia a la frustración, conocer la demora en la gratificación, asumir las consecuencias de sus actos, en suma: no hacer a los demás lo que no te gustaría que te hicieran a ti.
El tratamiento no puede ser voluntario, no puede haber reinserción en sentido estricto sin reeducación y pagar por el delito no es algo alternativo sino complementario a evitar la reincidencia. La ley tiene que ser más tasada, así evitaremos el veneno demagógico de aquellos que exigen el tercer grado para los asesinos de los hijos de los demás pero el cumplimiento íntegro si a ellos les intentan robar el coche. Debe quedar claro que todo delincuente es susceptible de recibir un programa específico de tratamiento. Un traficante de drogas no debe hacer cerámica, debe visualizar el daño que ha causado a una víctima difusa, asumir valores prosociales que le convenzan de que no es bueno envenenar a los demás para lucrarse y, si es posible, reparar el daño. Han proliferado las actividades recreativas en detrimento del tratamiento que indaga en las concretas causas que llevan al delito. Es como sustituir la clase de matemáticas y filosofía por el recreo. La gravedad del delito debe recobrar su peso en la clasificación interior y en el grado de cumplimiento. No puede ser más importante hacer el paripé portándose bien (lo que es una obligación, no un mérito) que haber cometido un delito muy grave. Un asesino, un violador, por muy bien que se porten no pueden salir pronto de prisión, ni disfrutar dentro de un régimen de vida privilegiado o de actividades que ofendan a las víctimas. Ha de levantarse la ley del silencio para que la sociedad conozca la toma de decisiones penitenciarias e incorporar a un defensor de la víctima a las Juntas de Tratamiento. Han de reforzarse los juzgados de Vigilancia Penitenciaria con una jurisdicción específica y una formación suficiente. No pueden tener en su oposición dos temas de derecho penitenciario.
No resulta ético, profesional ni práctico reformar una ley sin contar antes con la opinión de sus profesionales. Lo primero que tiene que cambiar es la propia institución penitenciaria. Debe superar su crisis de identidad, adoptando un autoconcepto unívoco, aclarar cuál es el bien propio de su profesión y para quién trabaja. Desde 1933, en el Congreso de Palermo, se aceptó la autonomía científica del derecho penitenciario, pero ha sido papel mojado por mor del imperialismo de la doctrina penal. El derecho penitenciario tiene que tener una parte general antes de desarrollar una parte especial. Es la única manera de contrarrestar a los sofistas con su permanente caballo de Troya: «el abolicionismo larvado de prisiones», ese que pretende desprestigiarlas para acabar con ellas poco a poco. Intentan que desfilemos al ritmo de su himno mudo: la criminología crítica o «cómo cargarse el sistema desde dentro del sistema y que parezca un accidente». La excesiva discrecionalidad es la metástasis de la que se sirven para conseguir la muerte de la justicia. Dejen de confundir la reinserción con la pronta excarcelación. Liberar a alguien es muy fácil pero hacer de él una persona libre cortando sus cadenas interiores requiere de una acción profesional combinada de educación y castigo. Es sencillo: tener empatía, tolerancia a la frustración, conocer la demora en la gratificación, asumir las consecuencias de sus actos, en suma: no hacer a los demás lo que no te gustaría que te hicieran a ti.
El tratamiento no puede ser voluntario, no puede haber reinserción en sentido estricto sin reeducación y pagar por el delito no es algo alternativo sino complementario a evitar la reincidencia. La ley tiene que ser más tasada, así evitaremos el veneno demagógico de aquellos que exigen el tercer grado para los asesinos de los hijos de los demás pero el cumplimiento íntegro si a ellos les intentan robar el coche. Debe quedar claro que todo delincuente es susceptible de recibir un programa específico de tratamiento. Un traficante de drogas no debe hacer cerámica, debe visualizar el daño que ha causado a una víctima difusa, asumir valores prosociales que le convenzan de que no es bueno envenenar a los demás para lucrarse y, si es posible, reparar el daño. Han proliferado las actividades recreativas en detrimento del tratamiento que indaga en las concretas causas que llevan al delito. Es como sustituir la clase de matemáticas y filosofía por el recreo. La gravedad del delito debe recobrar su peso en la clasificación interior y en el grado de cumplimiento. No puede ser más importante hacer el paripé portándose bien (lo que es una obligación, no un mérito) que haber cometido un delito muy grave. Un asesino, un violador, por muy bien que se porten no pueden salir pronto de prisión, ni disfrutar dentro de un régimen de vida privilegiado o de actividades que ofendan a las víctimas. Ha de levantarse la ley del silencio para que la sociedad conozca la toma de decisiones penitenciarias e incorporar a un defensor de la víctima a las Juntas de Tratamiento. Han de reforzarse los juzgados de Vigilancia Penitenciaria con una jurisdicción específica y una formación suficiente. No pueden tener en su oposición dos temas de derecho penitenciario.
Protágoras y Gorgias llevan demasiado tiempo tejiendo un traje invisible para el emperador. Invoquemos a Aristóteles para que venga a explicarnos sus trece categorías de falacías y así hacernos fuertes ante la demagogia y la mentira, para que nos despierte de este mal sueño gritando como el niño del cuento:¡El emperador está desnudo!
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